El arte, la belleza o capacidad de emocionar no se logra por azar. Toda
una vida es en realidad poco para decir quiénes somos y porqué estamos aquí. El
sufrimiento, la pasión e incluso el amor se nos escapan de las manos, creemos
que porque podemos nombrarlos sabemos de qué estamos hablando, que ejercemos
control sobre ellos, pero de hecho no es así, nunca ha sido así. Y por eso el
cavernícola se manchaba las manos de sangre y las plasmaba en la pared, porque
sentía algo y quería contarlo, y pasaba
horas observando las rugosas paredes y de pronto volvía otra vez. Y golpeaba la
pared con violencia provocando que la mancha fuera aún más indefinida. Y ahí estaba;
aquello era, había dado con algo que se escondía en su interior, algo que no
podía expresar de una manera distinta; si pudiera ya lo habría expresado de ese
modo. Tan bello y, a la vez tan simple como lo palpamos día a día, eso que se
él y solo él había podido captar, quizá en una mirada, en un paisaje y era
bello porque era verdadero. Detrás de la sangre que brillaba sobre la roca
había algo más que un simple golpe de azar, se escondía tras ella una razón de
ser, un hombre que desde ese momento ya quería comunicar, que había advertido
algo, una verdad que tenía que contar. Nadie diría hoy que los garabatos de un
niño en la pared de su casa son arte, pero ¿quién niega la belleza que ahí hay
representada?
La pregunta por la belleza no es lo mismo que la pregunta por el arte,
aunque están íntimamente implicadas. La belleza tiene más que ver con la verdad
trascendental, una verdad que se relaciona con aquello que tiene más ser, a
mayor ser mayor belleza. Por ello es que, cuando nos referimos a esta belleza,
lo más trascendental, lo más inmaterial, lo más sublime, es lo más bello. En
este sentido, nada es más bello que lo verdadero y nada es más verdadero que lo
bello. El amor, la amistad, Dios es lo que posee más realidad y que por lo
tanto es más bello. El Guernica no es
bello en lo que ahí hay trazado, no es bello por lo que representa sino por
algo más profundo. No son bellas esas caras descompuestas ni esos colores
ténebres, es bella la verdad que existe detrás del cuadro. Aquello que en esa
pintura nos habla de la crueldad de la guerra, del dolor de las personas y del
terror que Picasso sentía y que quería contarnos.
La verdad ontológica propia de
lo más Bello suele exceder al ser humano que en su capacidad limitada solo, en
muy escasas ocasiones, es capaz de contemplarlo y plasmarlo a través de
símbolos o metáforas. Esta es la labor de un artista, elevar la sensibilidad
del público para ponerle delante de las verdades más sublimes. Pero esto solo
se puede expresar al modo de ser del hombre que no es plenamente el modo de ser
del creador, una expresión que, a pesar de participar de esta actividad
creadora, parte de lo material. Por ello incluso el genio debe conformarse con
expresarlo a través de las artes que constituyen el medio de comunicación de aquello que nos supera, que es tan profundo que no
podemos atraparlo en un concepto estático y ahondar en su conocimiento: lo
inefable. El arte, en definitiva, tiene más que ver con la verdad lógica,
entendida como la adecuación entre la mente y la cosa y en este caso entre la
mente -verdad encontrada- y el fruto de la mente -la obra de arte-.
La adecuación puede darse según distintos aspectos de la realidad: los
impresionistas la alcanzaron adecuando sus obras a la verdad sensible: lo que
veían. Sin embargo no es menos verdadera que la que expresa el Guernica, la
obra también se adecua a la verdad pero
de una manera distinta. La verdad que Picasso quería contarnos no es solo
sensible: tiene mucho más que ver con la profundidad del alma humana, es
intentar adecuar una realidad hondísima a un artefacto humano, casi parece un
proyecto imposible. Pero ahí está, una realidad humana encarnada en un lienzo.
Cuando una canción nos hace trascender, cuando un baile nos hace volar
por encima de lo mundano, de lo superficial, es ahí cuando abrimos los ojos,
observamos el cielo y nos preguntamos ¿y ahora qué? Y ahí es donde radica la
grandeza del ser humano, en que descubriéndose pequeño, descubriéndose como un
punto en la enorme verdad del mundo que está conociendo trata de plasmarlo.
Cada persona de un modo distinto, cada cual decide como comunicar lo que
descubre pero todos lo hacemos. Sentimos una necesidad, un impulso irrefrenable
ante la contemplación de la grandeza de una verdad de comunicárselo a los
otros, ansiamos una especie de acto de amor, de compartir algo grande.
A veces, el artista decide plasmarlo en una metáfora en un poema, a
veces en una fotografía, otras en un edificio. El soporte no importa, cualquier
arte escogido es sin duda el óptimo para aquel que lo escoge porque un pintor
si pudiera explicar la verdad de sus obras en un libro no las pintaría, del
mismo modo que un fotógrafo no lo expresaría en unos pasos de baile. Hay para
quienes el lenguaje verbal les resulta pobre en la plasmación de su inspiración
y también para quienes un cincel o un lápiz les resulta inútil.
La genialidad de un artista no reside únicamente en la expresión, lo
que convierte a autores como Miguel Ángel, Cervantes, Picasso o Manet en genios
es que han sido capaces de comprender algo fundamental, algo tan profundo del
hombre que les ha maravillado y se han sentido en la obligación de contarlo.
Por ello, los meros copistas o aprendices no han alcanzado su estatus, solo
ellos han contemplado la verdad que les convierte en auténticos profetas que
muestran lo inefable al mundo. Esta es una labor muy ardua que exige el
compromiso absoluto de la persona con la verdad, exige una entrega de toda la
vida en la búsqueda de la verdad que subyace en la profundo de la realidad. A
esto es a lo que se refiere la famosa sentencia de Malevich tras finalizar su
obra de “Blanco sobre blanco”: “Mi obra es el resultado del trabajo de toda una
vida”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario